Las personas nacemos con sensaciones innatas sobre el hambre y la saciedad. Cuando un bebé tiene hambre lo demuestra de distintas maneras, como por ejemplo sacando la lengua, chupándose las manos en busca de alimento o llorando. Cuando se le ha dado de comer y se siente lleno, el bebé dejará de succionar porque ha saciado su hambre.
Conforme pase el tiempo y empiece a comer sólidos, los encargados del cuidado del niño servirán porciones de alimentos que crean convenientes según su edad y apetito. ¿Pero qué pasa cuando no termina lo que tiene en su plato? Es común que se exija y se fuerce al niño para que coma todo lo que tiene en el plato.
Esto suele ir acompañado con frases como: “si comes todo puedes comer postre”, “tres bocados más y terminas, “hay personas que no tienen nada para comer”. De esta manera dejamos de prestar atención a esas señales fisiológicas de saciedad y crecemos con la costumbre de que hay que dejar el plato limpio. Esto se conoce también como el síndrome del plato vacío.
Tener la necesidad de terminar todo lo que tengo en el plato.
Seguir comiendo, aunque no tenga hambre.
Desconexión entre las señales internas de hambre y saciedad, y los hábitos alimenticios.
Efectos dañinos a largo plazo.
El apetito se regula por distintos factores hormonales, niveles de glucosa en la sangre y el hipotálamo. En cada persona se manifiesta de distintas maneras con señales corporales como ruidos en el estómago, cansancio, dolor de cabeza, entre otros.
Sentimos saciedad cuando el estómago ha recibido suficiente alimento y éste envía señales al cerebro indicando estar satisfecho para dar por terminado el momento (o acto) de comer.
Mientras crecemos, es posible que por distintos motivos dejemos de prestar atención a esas señales mediante las que el cuerpo nos indica que tenemos hambre, o que ya estamos satisfechos.
Cuando aplazamos una comida y tenemos hambre, es probable que cuando llegue el momento comamos muy rápido, masticando poco y quizás consumiendo cantidades de comida más grandes de lo habitual.
Cuando a pesar de estar satisfechos seguimos comiendo, porque aún tenemos comida en el plato, o cualquier otro motivo, también llegamos a consumir cantidades excesivas de alimento. Esto se traduce en malestar físico, en la forma de sueño, fatiga o náusea.
Las dos conductas hacen que no estemos conectados con estas sensaciones naturales del hambre y saciedad. La alimentación con plena conciencia nos ayuda a centrar nuestra atención al momento de comer, identificando las señales de nuestro sistema digestivo. De esta manera podremos tomar decisiones acertadas de acuerdo a nuestras necesidades.
Una manera de estar informados sobre la elección de alimentos, es saber combinarlos de distintas maneras. Existen alimentos que tienen un efecto saciante debido a su contenido en fibra, como por ejemplo, cereales integrales, frutas y verduras. Los alimentos con grasas como el aguacate y frutos secos también producen saciedad. Otros alimentos que producen este efecto son aquellos de origen animal como la carne y el pollo, ya que el tiempo que toman en digerirse es mayor y por lo tanto proporcionan un mayor tiempo de saciedad.
Identifica cuánta hambre tienes según la escala del hambre que se indica arriba.
Describe las sensaciones físicas de cuando tengas hambre, y aquellas señales de saciedad.
Si te sientes satisfecho y no has terminado tu plato, guarda lo que no has comido. Lo puedes comer más tarde.
Cuando salgas a comer, aprende a decir: “es suficiente, no quiero más”.
Come lentamente, masticando muchas veces y saboreando cada bocado.
Combina alimentos ricos en fibra con proteínas o grasas.
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